He vuelto al aula vacía para evocar las emociones de esta mañana. Queda el eco de los aplausos, la escucha atenta e interesada mientras se iban contando los votos, y la intensidad de la oración en el silencio allí reunidos.
El ritual de elección del nuevo general se ha desarrollados con precisión, sencillez y austeridad de formas. Comenzamos con la eucaristía en la Iglesia del Espíritu Santo, con una clara exhortación a sobreponerse al miedo. La armonía de la liturgia, la sobriedad de los gestos, todo contribuye a serenar el ánimo, a confiar con alegría en el proceso que estamos siguiendo. ¿Cuantas veces en la vida no pedimos confirmación a nuestras búsquedas? ¿cómo podemos saber que estamos haciendo lo correcto? Más aún, ¿cómo saber que estamos haciendo lo que Dios quiere? La oración final de la eucaristía resumía nuestro estado de ánimo: “Padre, que nos has confortado con este sacramento de salvación, concédenos un Prepósito General, según tu corazón que, mediante el testimonio de su vida, nos aliente a buscar solamente tu voluntad y tu mayor gloria”.
La liturgia se prolonga en el Aula. Escuchamos una breve exhortación por parte del más veterano de los Consejeros del Padre General: los rasgos del general previstos por Ignacio, las claves para hacer una sana elección, algún consejo de dinámica de grupos para conservar nuestra libertad, pero sin hacer un uso caprichoso de ella. Permanecimos en silencio el tiempo restante hasta completar una hora. Enorme serenidad. Disfrutamos de la confianza que hemos ido tejiendo estos dos días. Puse delante de mí la imagen de un cuadro que se acaba de colocar en la Iglesia del Gesú, aquí en Roma obra del bosnio Zec. Es una imagen del descendimiento de Jesús, en ella aparecen tres generales de la Compañía de Jesús recogiendo el cuerpo crucificado de Jesús, ante la mirada sobrecogida de María.
El P. Pignatelli (1737-1811) sostiene a Jesús por el pecho, lo abraza por detrás, por debajo de los hombros. Sostiene el cuerpo sin vida de Jesús como sostuvo a la Compañía suprimida, a la Compañía muerta. La sostuvo con la esperanza de que volviera a la vida. El general Jan Roothaan (1785-1853) aparece sujetando a Jesús por la cintura y sus piernas, hace que el cuerpo sin vida tenga forma humana. El P. Roothaan se empeñó en fortalecer la vida interna de la Compañía, después de su restauración, se preocupó de que fuese el cuerpo apostólico vigoroso que la Iglesia esperaba: cuidando la vida interior de los jesuitas, reformando el apostolado de la educación, abriendo una etapa de expansión misionera, creó también nuevas instituciones del apostolado intelectual. Dio forma y fondo al cuerpo de la Compañía. En la imagen, a los pies de Jesús está el P. Arrupe (1907-1991). Arrupe sostiene los pies del Señor y los acerca al suelo. Arrupe se arrodilló para limpiar los zapatos de aquél niño en una favela de Brasil para mostrarnos desde dónde debe situarse la Compañía: junto a los que sufren, a los excluidos, las víctimas y los pobres de este mundo. Arrupe sostiene los pies de Cristo, como nos invitó a sostener a todos los crucificados de nuestro tiempo.
La votación comienza. El lento escrutinio, los nombres de nuestros compañeros resuenan en el Aula rodeados del silencio solemne y fraterno de estas ocasiones, de discernir por mayorías. Con enorme respeto. Al final se alcanza el acuerdo, salva de aplausos, abrazo espontáneo entre el nuevo y el viejo Padre General. En fila, esperando mi turno para abrazar al P. Arturo Sosa, le pido al Señor que le conceda sostener la Compañía, que la conforme -en su vida interior y en su apostolado- como el Señor y la Iglesia desean, y que nos acerque a los pobres. Hoy el abrazo nos llena de consuelo, sabemos que el camino no es fácil, pero no es nuestra actividad la que está en juego, es la misión del Señor.