¿Qué es lo que más me ha “tocado” (interpelado) como jesuita de la Provincia de África Central (ACE) a lo largo de las sesiones de la Congregación General 36.
Para comenzar, algunas palabras sobre la Provincia de África Central. Está formada por dos países, Angola y la República Democrática del Congo. Los jesuitas llegaron a Angola en 1622 y a la República Democrática del Congo en 1889. La ACE es la más antigua de las provincias de la Compañía de Jesús en África. Fue erigida como “Provincia” en 1965. Cuenta con 410 miembros, incluyendo a quienes residen fuera de la Provincia, y con una diversidad de obras apostólicas: cinco casas de Ejercicios, 12 parroquias, cinco centros sociales, ocho colegios y, desde comienzos de este curso académico 2016-2017, una universidad, la Universidad Loyola del Congo.
Si ya de por sí la ACE representa un hogar de etnias, culturas, lenguas, razas y tradiciones diversas, debido al origen de sus miembros, quienes vienen no solo de Angola y la República Democrática del Congo, sino también de Europa y América Latina, y si ya vivimos el sentimiento de unidad y de pertenencia a un único cuerpo apostólico, este sentimiento de unidad y de identidad compartidas es lo que más me ha interpelado durante la Congregación General 36. Da que pensar.
Empecemos por el mosaico cultural que ha caracterizado esta Congregación General. Sobre un total de 215 miembros de la Congregación, los datos sobre los países de origen, cultura, idiomas y otros rasgos distintivos son elocuentes: 63 nacionalidades diferentes, más de 100 tradiciones culturales, más de 100 etnias y tribus, más de 100 idiomas, incluyendo la lengua materna.
Sin embargo, más allá de esta diversidad de culturas y civilizaciones, el sentimiento de unidad y de identidad comunes ha sido el factor preponderante no solo en los intercambios que hemos tenido sobre las orientaciones fundamentales para la misión de la Compañía en el mundo actual, sino también en nuestro estilo de vida, “el modo nuestro de proceder”. Por ejemplo, la mirada humilde, la simplicidad en el vestir, el sentimiento de ascesis y de rigor, el humor jesuita, la tendencia a dar prioridad al otro, la aplicación de manera espontánea del número 22 de los Ejercicios Espirituales: la regla de una mirada favorable al otro en los intercambios, pero también, desgraciadamente, la conocida fama de no ser buenos cantores, sobre todo en el coro…
Es verdad que en ocasiones hemos tenido conversaciones bastante complicadas sobre algunas cuestiones relativas a nuestra “vida y misión” en la Compañía y en la Iglesia. Esto es una muestra de las dificultades en un proceso normal de discusión racional (Habermas). Las diferencias de puntos de vista en el seno de un grupo determinado no significan en absoluto signos de división. Más bien forman parte de un proceso de “discernimiento” en el que buscamos descubrir la voluntad de Dios para cumplirla de modo eficaz.
El sentimiento de unidad y de identidad compartidas no puede ser reducido a una homogeneización y uniformización de los individuos que les llevaría a ser muy parecidos unos y otros. Como había dicho el P. General Arturo Sosa (antes de su elección): nosotros, jesuitas, somos distintos porque hablamos idiomas distintos, venimos de países distintos y tenemos culturas distintas. Pero, al mismo tiempo, todos hablamos “el mismo idioma”.
En este contexto quiero situar la experiencia fundamental que me ha “tocado” bastante (en el sentido de consolación) durante esta Congregación General. Ya vengamos de Vietnam, de Timor Oriental, de Inglaterra, de Bélgica, de Estados Unidos, de Rusia, de Croacia, de Venezuela, de Brasil, de Cuba, de Japón, de Italia, de Francia, de India, de Eslovaquia, de China, de Canadá, de Burkina Fasso, de Guinea Conakry…o de la República Democrática del Congo, como jesuitas todos hablamos “el mismo idioma”: trabajar para “la salvación de las almas” y promover “la mayor Gloria de Dios”.
Por tanto, es formidable y consolador descubrir que, más allá de las diferencias culturales, todos los jesuitas están en el mismo barco. Esto se debe, en gran medida, a la formación jesuita en la que reside el “secreto” de la identidad jesuita: los Ejercicios Espirituales de san Ignacio.
Tenemos aquí un modelo de unidad y de identidad que, seguramente, podemos proponer, mutatis mutandi, a nuestro mundo, el cual tiende a asimilar de manera equivocada la pluralidad cultural a un choque (“una guerra”) de civilizaciones y pueblos.
Efectivamente, el pluralismo que está en el corazón de nuestro mundo globalizado no es una maldición: solo es posible construir una identidad fuerte y común si, a través de las diferencias de idiomas y culturas, aprendemos a hablar un “mismo idioma”, el de la paz de Dios y la justicia para todos.
En este sentido El ejemplo de la Compañía de Jesús, entre tantos otros al interior de la Iglesia, puede ser sugestivo.